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Pepe Mujica habló sobre la muerte, Dios y su legado: “Quise cambiar el mundo, pero no cambié un carajo»

En la penumbra de su hogar en Rincón del Cerro, a quince kilómetros del bullicio de Montevideo, José «Pepe» Mujica alza una camisa celeste. Su voz, curtida por la experiencia y los años, llena el pequeño salón atiborrado de libros, esculturas, cuadros y fotografías. Allí, rodeado de austeridad y recuerdos, muestra con naturalidad la gasa que cubre el orificio en su estómago: una secuela de un cáncer de esófago que le impide comer. “El agujero tiene que rellenarse, pero a mi edad, con 89 años, todo lleva más tiempo. Hasta que eso pase, soy un viejo que se alimenta por un cañito”, dice sin autocompasión.

Su esposa, Lucía Topolansky, también protagonista de una vida marcada por la lucha y la resistencia, interrumpe desde la cocina: “Es tan raro, tiene nueve tiros. Cuando le pusieron el cañito encontraron el agujero de un viejo balazo y se lo pasaron por ahí”. Habla con una mezcla de orgullo y resignación. Mujica, el hombre que enfrentó cárceles, dictaduras y hasta la muerte misma, sigue siendo un sobreviviente, aunque ahora, dice, “sin energía”.

La cicatriz física parece menor frente al peso de sus palabras. Pepe Mujica dispara frases con la cadencia de un poeta que vivió demasiado, como si cada palabra cargara décadas de historia. “La muerte es una señora complicada”, reflexiona mientras dibuja con sus dedos un círculo grande como una naranja. “Pero si no existiera, la vida sería un aburrimiento. La muerte hace de la vida una aventura”.

Un guerrillero, un campesino, un filósofo autodidacta

La historia de Mujica no se cuenta en líneas rectas, sino en espirales que van desde el campo hasta la cárcel, pasando por el Palacio Presidencial. En 1970, un bar de Montevideo marcó su destino. Un delator lo señaló como guerrillero Tupamaro, y seis disparos perforaron su cuerpo. En el Hospital Militar, un cirujano clandestino, “un compañero”, lo salvó. “Me dieron un balde de sangre. Es como para creer en Dios”, recuerda.

Hoy, más de medio siglo después, Mujica sigue siendo un campesino. Afirma que su vida se define entre la sobriedad y el amor por lo simple. “Cuanto más tenés, menos feliz sos”, sentencia. Su chacra, una finca sencilla protegida por un sendero arbolado y una tranquera, lo acoge como un refugio de la vorágine del mundo moderno. Allí, entre gallinas y plantas, cultiva no solo maíz, sino también reflexiones.

“En mi país somos tres millones de personas, pero importamos 27 millones de pares de zapatos. Ni que fuéramos ciempiés. El mundo está regido por el híper consumo. Nos bombardean con publicidad. ¿Eso es vivir? No. Vivir es amar, es tener el placer de estar al pedo con otro, jugar al truco con amigos, o simplemente hablar de recuerdos”, explica con la certeza de alguien que ya entendió el juego.

La política, eterna adrenalina de Pepe Mujica

A pesar de las secuelas físicas y el cansancio, Mujica no pierde la chispa al hablar de política. “La política es mi adrenalina”, dice. Uruguay se encuentra en un momento crucial, a pocos días de la segunda vuelta presidencial entre Álvaro Delgado, apoyado por el actual mandatario Luis Lacalle Pou, y Yamandú Orsi, el candidato del Frente Amplio, su espacio político. “Podemos ganar. No es fácil, pero tenemos un buen candidato”, afirma con el optimismo medido de quien conoce tanto la victoria como la derrota.

Al mencionar a figuras como Donald Trump, Javier Milei o Jair Bolsonaro, Mujica es tajante: “Eso no es liberalismo, es una mugre. Reducen el liberalismo a un recetario económico. Si el mundo no encuentra una moral que le dé sentido a la vida, estamos perdidos”.

En su visión, el consumismo es la raíz del problema. “Estamos construyendo sociedades autoexplotadas. Trabajamos más para consumir más, pero no vivimos. Nos falta sobriedad, tiempo libre, cariño. ¿Qué necesita un gurí? No cosas, necesita tiempo. Y no lo tenemos”.

En sus años de cautiverio, aislado en una celda minúscula, Mujica aprendió a dialogar consigo mismo. “Caminaba legua adentro, de un lado a otro. Recordaba libros que había leído, ideas que había tenido. Ese diálogo interno me rescató”, cuenta. Habla de la soledad como un tesoro forjado por necesidad, pero que aún lo acompaña.

“Hoy ando por el campo con el tractor y la cabeza me va dando vueltas. Veo los ciclos de la naturaleza, hablo con el que llevo adentro. Eso me salvó en la cárcel y me salva ahora. En el fondo, soy un campesino”.

El legado de un soñador

Cuando se le pregunta si encontró el sentido de su vida, Mujica responde con una mezcla de humildad y orgullo: “Quise cambiar el mundo, pero no cambié un carajo», dice, y agrega que «sin embargo, me voy a morir feliz. No gasté mi vida solo consumiendo, la gasté soñando, peleando, luchando. Me cagaron a palos, sí, pero le di un sentido a mi existencia”.

El hombre que llegó al Parlamento en moto y gobernó con el 54% de los votos no se arrepiente de nada. “¿Se aprende a ser presidente? No. Es una cagada. Llegás sin saber nada, y tenés que lidiar con presupuestos, leyes, todo. Pero no importa. Lo importante es intentarlo”.

Mientras la tarde cae sobre la chacra, Mujica permanece sentado en su sillón, con los ojos pequeños pero vivos. Habla de Séneca, de los aymaras, del pasado y del presente. Es un filósofo en su trinchera final, convencido de que, aunque no pudo cambiar el mundo, supo vivir su aventura.

“Pobre es el que necesita mucho”, dice al final. Y entonces, en el silencio que sigue, se entiende que su riqueza nunca estuvo en lo que tuvo, sino en lo que fue.